jueves, 31 de mayo de 2012

La vergüenza que pasé aquel dia


La vergüenza que pasé aquel día

Desde primera hora de la tarde, el teléfono no había parado de sonar. Familia y amigos me preguntaban acerca de lo ocurrido. La información me llegaba con cuenta gotas. Una absurda chiquillada, estaba a punto de costarle la audición de un oído al hijo de un primo que contaba con solo 14 años y que, estúpidamente, en esos juegos irracionales que a veces tienen los adolescente, algún compañero, le había introducido la punta de un lápiz en el oído y el riesgo de perderlo era muy alto.

Desde el hospital, me fueron informando de los acontecimientos, y yo los iba trasmitiendo a cuantos me llamaban. El muchacho gozaba de la simpatía de toda la familia e incluso de mucha gente que le había conocido y disfrutado de su buen sentido del humor.

Cuando pude dejar mi trabajo, me acerqué al hospital y allí, nos juntamos como familia calorra, la tribu  entera. Estábamos a la espera de que entrara en quirófano. Así pasaron las horas hasta que, pasadas las doce de la noche, fue operado. A los treinta minutos  nos informaron que todo había salido bien, y  que el tímpano, no había sido afectado. Eran casi las dos de la mañana cuando ya no quedaba nadie de los nuestros por los pasillos y la gente dormía, o lo intentaba, en las habitaciones, solos, o en compañía de sus familiares. El ultimo en estar por allí era yo, o al menos eso era lo que pensaba. 

Nunca bebo Coca Cola, pero  esa noche  me tomé unas cuantas, y como único alimento patatas fritas de bolsa. El estómago me bullía, parecía que me hubiera comido un montón de piedras volcánicas. Me despedí de mi primo y de su mujer en la propia habitación dejando dormido al muchacho en su cama, y salí a los pasillos que, en penumbra, conducían al vestíbulo donde iba a tomar el ascensor para salir a la calle. El silencio era completo. Mi estomagó hervía. La semioscuridad me invitaba para que, amparándome en ella pusiera fin con apremio a tanto retortijón. Mientras caminaba de prisa por los pasillos, iba evaluado la conveniencia o no de realizar la descarga aliviadora en este lugar, o al alcanzar el vestíbulo. Decidí esto último y, tras entrar en él como si tuviera un cohete en el culo, solté un enorme y sonoro pedo que, duró al menos quince segundo y cambio tres veces de melodía. Al finalizar, un espantoso olor a gas lo cubrió todo, y tras de mí, se oyó un grito espantado de mujer, que dijo: ¡So cerdo!
Avergonzado, me volví incrédulo de que allí hubiera alguien, y comprobé como, nariz en mano, aquella pobre señora salía corriendo mientras gritaba ahogada ¡Que peste, por dios!

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