miércoles, 14 de marzo de 2012

DE NARRACIÓN FANTÁSTICA Y CIRCULAR.

PASEO EN ESPIRAL.-  Me encontraba en un sitio circular, ruidoso, con gente joven. Parecía un aula de cuento, pero sin pupitres ni calendario en la pared, ni tampoco papeleras. El presunto profesor situado en el centro, era un tipo alto, demasíado en comparación con todos los de allí, ocho o diez personas a lo sumo. Me acomodé en una de las sillas existentes, de diseño, con tapicería de tonos chillones; pero no, no, pronto comprobé que se trataba de sillas de ruedas, con mandos a distancia superactuales, herramientas de audio, inalámbricos y algún otro elemento de equilibrio. Un adolescente de edad indefinida, cabeza con rizos y grande en relación con su cuerpo, se dirigió deslizándose hasta el maestro y directo a una especie de pizarra transparente. Pulsó el mando pegado al brazo derecho de su silla y en ese instante, comenzaron a bailar letras y números confusos hasta formar la palabra  Dysneigandia. La palabra me sonaba, pero me dió que pensar, ¿cuál sería el idioma que se cocía en ese lugar? Aunque en algún momento me quedé con la mente en blanco sabía que yo hablaba español, pero los individuos aquellos qué clase de dialecto pronunciarían... Yo me consideraba normal, agradable, a veces algo tímido y, desde luego, enamoradizo. Me habían recomendado aquel taller, donde me aseguraron  aprenderás cosas nuevas, conocerás gente distinta, leerás libros de forma diferente, y te sentirás en las nubes. Eso ya se lo había oido decir a mi madre veinte veces, lo de las nubes, claro. Aquéllo era otro cantar. Me creí en un cine de tercera dimensión, donde de repente, los objetos se situaban en relieve frente a mi. Miré a mi derecha, y mi compañera de silla algo rarita, con cara pequeña y gorro de lana azul marino, me señaló a la música que no sé de dónde provenía. ¿Por qué persistía ese ruido de fondo constante, machacón, como si fuera el Bolero de Ravel escuchado una y otra vez por un tartamudo?
          Palpé mi frente, menudo chichón tenía en mi lado derecho. Aquel chaval del grano en la nariz me había sacudido hacía un rato con una bola de nieve. Vi unos copos a través del cristal. Ya iba averiguando algo. Era pleno invierno. Llevaba el sueter de punto que me habían traido los Reyes. En mi bolsillo, una factura de calefacción, a ver, qué es ésto, sí, sí, del año que acababa de expirar, 2011. De pronto sentí un miedo atroz de haberme trasladado a un lugar recóndito, a que no fuera mi ciudad, en unos cursos que yo no había solicitado, con unos colegas que manejaban las sillas mejor que yo. Ni siquiera había  acudido a mear porque no pude poner en marcha el mando de la puta silla. Por fin, parece que mi mente se abría. ¿Tendría que ver ese pelotazo de nieve? Si, veo más claro. Soy  yo. El yo auténtico, Benito Riquelme, que se levanta todos los días a las seis de la mañana  para llegar a la Verbena de Lavapiés  y abrir con mi jefe los circuitos de Coches de Choque. Me introduje en mi garita. Contemplé todavía aturdido, cantidad de minicoches con faros ultramodernos dignos del niño más exigente de la Feria. Papás y abuelos habían madrugado ese domiungo. Los gorritos de colores parecían setas desde mi silla. (Ejercicio en el Club de Escritores).

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